El perro fue el primer animal domesticado de la historia y ha acompañado al ser humano por miles de años en múltiples roles más allá de su simple oficio de prestar compañía. Por tanto, no es de extrañar la innumerable cantidad de ocasiones en las que se ha utilizado al perro como imagen o emblema de productos, servicios o gestas.
Roland Barthes, uno de los semiólogos más influyentes del siglo XX, afirmaba que el “signo” es el derecho de control del creador sobre la imagen. Con esta afirmación en mente, era de esperar que ese perro callejero que acompañaba en las marchas de protestas, se transformara en un símbolo social, integrándose al podio de los canes más reconocidos del país. Así ocurrió con “Washington”, el compañero del personaje de historieta más famoso de Chile; con “Spike”, el quiltro con acento marginal que vendía cilindros de gas; con “Mario Hugo”, el reportero en terreno de un programa infantil de títeres; y “Cholito”, quien pese a su infortunado destino, dio origen a la ley de tenencia responsable de animales.
De este modo, la idealización de un perro negro con pañuelo rojo corriendo y ladrando detrás de guanacos policiales, entre lacrimógenas y pedradas se divorcia de su corporeidad original para vaciarse en un concepto, en un símbolo de resistencia frente a las fuerzas de orden. El problema que inauditamente muchos no advirtieron, fue su nombre ignominioso. Lo que antes lucía cándido, casi inocente y solo generaba simpatías, hoy frente a la insolente realidad de carabineros muertos y heridos en el ejercicio de proteger a la ciudadanía, se ha transformado en el perro burdo y denigrante que ahora nadie quiere. Y todo, por un nombre erróneo, una nomenclatura mortinata y violenta que con o sin contexto, hoy resulta, altamente polémica y deleznable, pero… ¿por qué antes no lo fue?
Barthes también decía que los signos únicamente existen como producto de una sociedad, siendo estos, a su vez, los que la crean y la representan. Para bien o para mal, todos los significados de nuestra cotidianidad son construidos, ya sea con inteligencia o torpeza, por la cultura del momento. ¿Qué responsabilidad entonces compete a esa sociedad y a sus representantes en este cambio de opinión? ¿Qué concepción es más creíble? ¿Cuál perro es el animal real?
En política es bien sabido que el poder descansa sobre el buen o mal uso de la retórica, esto es: la administración de los símbolos del discurso, donde resulta más valioso ser verosímil que verdadero. Así es como, en un insospechado giro de la historia reciente, el tan famoso perro de las protestas, como en una trampa de retóricas antiguas y modernas, ha puesto al descubierto las persistentes e inverosímiles contradicciones del carácter humano.
Por Maciel Campos