Hoy nada se puede concebir sin pensar en Internet, cuando buscas algo lo primero que viene a tu cabeza es Google, las cartas escritas a mano ya son una tradición de unos pocos románticos porque el email es parte fundamental de las comunicaciones actuales. Internet es una necesidad básica, tan importante como lo es comer y vestirse. Para qué hablar de las redes sociales, como twitter, que habla de tu yo público, o Facebook que nos cuenta sobre tu yo personal o Linkedin, que demuestra nuestras dotes laborales. Pero una red que ha entrado fuerte a nuestras vidas es Instagram, contándole a todo el mundo lo que estamos haciendo, lo que comemos, lo que visitamos o con quién estamos. Hoy todo se comparte, todo se cuenta, todo se muestra.
Pero también ha hecho que vivamos presos en nuestro metro cuadrado, dominados por lo que pasa en una pequeña pantalla, transformándose en nuestra amiga, confidente, compañera de aventuras, receptora de nuestras emociones, afectos y vivencias, porque todo lo que hacemos ya no lo compartimos por nuestra poca boca, sino que a través del mundo digital. Es ahí cuando nos olvidamos de vivir con nuestros propios ojos lo que está a nuestro alrededor, porque antes de vivirlo hay que compartirlo en nuestras redes sociales.
Antes de disfrutar de un delicioso plato, lo fotografiamos y lo subimos a Instagram, antes de ayudar a alguien que sufre lo comentamos en twitter, denunciando el hecho. Eso hizo, por ejemplo, que el ganador del premio Pulitzer de 1993, un joven de treinta y tres años llamando Kevin Cartner, se suicidara tras fotografiar a un niño exhausto que dormitaba en el suelo mientras un buitre lo acechaba (aunque otros dicen que esa no fue la verdadera razón de su suicido). El buitrees sin duda duda la fotografía más icónica y representativa del hambre en África y la culpable de hacer que Cartner no aguantara su impotencia al no poder hacer nada, y acabara con su propia vida.
Es inevitable no recordar aquella icónica escena de la película Walter Mitty, donde el protagonista (Ben Stiller) le preguntaba al fotógrafo de la revista Life (interpretado por Sean Penn) que ante su cámara tenía al enigmático leopardo de las nieves, que cuándo iba a disparar. Al cabo de unos segundos el fotógrafo le responde: “A veces no la saco. Si me gusta el momento, lo disfruto. Usualmente, no me gusta que me distraiga la cámara. Quiero formar parte de ese momento”.
Aquella escena nos demuestra que muchas veces nos olvidamos de vivir el momento, antes de compartirlo. Hemos transformado nuestras emociones reales en emociones digitales. Buscamos la aprobación de un like o de un comentario de otro, antes de disfrutar aquellas emociones en el momento preciso. Creo que esa es la gran falencia de las redes sociales, hacen que dejemos de vivir para uno mismo y vivamos pendientes de contárselo a los demas.
El filósofo nacido en Corea del Sur, Byung-Chul Han, quien estudió filosofía en la universidad de Friburgo y Literatura alemana y teología en la Universidad de Münich, describe a la imagen digital, en su libro En el Enjambre, como algo que “no florece o resplandece, porque el florecer lleva inscrito el marchitarse, y el resplandor lleva inherente la negatividad del ensombrecer”.Pero no seré injusto con el mundo digital, porque si no fuese por él tampoco podríamos disfrutar de las maravillosas imágenes de otros e ilusionarnos con vivir por cuenta propia aquellos momentos. Solamente no olvidemos vivir primero nuestras emociones, ser egoístas por unos cuantos segundos, antes de publicarlo en los medios digitales. Vivir análogamente todo lo que pasa a nuestro alrededor, porque lo que queda en nuestro recuerdo es lo vivido en tiempo real, sin una pantalla de por medio. Ya habrá tiempo de compartir nuestras emociones de manera digital, mientras tanto, antes de sacar la foto, disfrutemos de aquel delicioso plato con nuestros cinco sentidos. Instagram y los demás, pueden esperar.
Por Claudio Seguel, CEO de Brandstory / Fotografía John Blanding, Boston Globe