La regla es clara: el celular está prohibido a la hora de sentarse a almorzar o a comer, o cuando llegamos por fin a la cama después de un largo día de trabajo. Tampoco se saca en el cine, o en un restaurante. Nunca se contesta al otro con los ojos en la pantalla. Esos fueron los acuerdos a los que llegamos con mi marido para poder cohabitar en relativa paz con algo tan intruso e invasivo como un teléfono inteligente. Personalmente los detesto. Creo que, por muy contradictorio que parezca, nos han embrutecido a todos a un ritmo alarmante.
Tuve la suerte de crecer sin redes sociales. Jugué con Legos, me rompí un diente chuteando una pelota, tragué tierra y me raspé las rodillas. Por eso me preocupa que los niños de hoy crezcan en un mundo que no existe más allá de una pantalla. Un mundo que les entrega una enorme cantidad de herramientas virtuales. Virtuales, sí. Pero la vida real, esa que tenemos que conquistar día a día, necesita de algo mucho más concreto que un hashtag, o un filtro de Instagram, para poder funcionar. ¿Cómo se sobrevive en un mundo que es mucho más violento, cruel, injusto y caótico que lo que vemos en las fotos de las redes sociales? ¿A qué recursos puedo echar mano cuando lo único que he hecho por años es disfrazar mi entorno a golpe de filtros que le cambiaban el color a mis días depresivos? Hay sentimientos que no caben en un hashtag. Hay dolores terribles que no se pueden resumir en una sola palabra. Y hashtaguear nuestras emociones y subirlas a la red no es aprender a lidiar con ellas. Es simplemente meterlas debajo de la alfombra. No las vemos, pero la basura sigue ahí. Acumulándose.
Pienso en todo eso mientras veo a niños de tres años hipnotizados por una pantalla. O a familias enteras sentadas en torno a una mesa llena de comida, y cada uno sumido en sus celulares, mudos. O a parejas que salen de cita romántica y que en lugar de estar tocándose por debajo del mantel, llenos de urgencia y deseo, están actualizando su Facebook al tiempo que fotografían el pisco sour que se van a tomar. Y nada de eso puede ser sano. Nada de eso es una buena noticia.
No soy muy optimista con respecto al futuro. Porque pienso que un niño que vive en un mundo virtual desde los cinco años, y que solo sabe comunicarse por medio de emojis, breves mensajes de texto o audios de WhatsApp, de adulto no va a saber relacionarse de piel a piel. No va a poder leer al otro ser humano que tenga enfrente. No va a ser capaz de decodificar ese cuerpo que late, vibra, y se expresa por medio de un lenguaje no verbal ni escrito, con el que tendrá que compartir el espacio, la casa, el trabajo y la cama. En este momento hay millones de niños y adolescentes que no saben mirar a los ojos, no saben comunicar sus miedos, ilusiones o incluso sus necesidades a viva voz. Solo saben calmar sus depresiones usando el filtro Rise, o disfrazan sus inseguridades con orejas y nariz de perrito, o transmiten sus más hondas reflexiones por medio de una carita sonriente o una que apenas guiña un ojo.
No, no son buenas noticias. Por eso: a apagar el teléfono, a abrir las ventanas, eliminar los textos. Volvamos a los abrazos, los gritos, las lágrimas y las pieles. Ahí sí se vive bien. Y mejor.
Por José Ignacio Valenzuela / ilustración Claudio Milanés